sábado, 17 de agosto de 2013

Adicta a la primavera de las relaciones amorosas

Sentada al borde del sofá, repasaba en su mente las últimas palabras de él, ésas, las de la despedida, las de siempre. Nuevamente el pesar de reinventarse a sí misma le lastimaba los huesos y el corazón. –Ya no tengo fuerzas para eso, ya no tengo fuerzas pa´nada-, se dijo a sí misma mientras se tiraba ahora cual trapo mal puesto en el sillón de piel.

El gélido viento se colaba por la ventana semiabierta, y mecía la cortina de la habitación haciendo un ruidito chillón que a Sofía le molestaba, pero era tanto el fastidio de pensar en levantarse a cerrarla, que prefirió quedarse absorta y enroscada, lamentándose –otra vez, la enésima vez-la pérdida.

-¿Cuántas veces tengo que pasar por esto?- Se reclamó a sí misma, mientras pasaba la lengua por sus labios tratando de encontrar aún la saliva de él, la cual ya no encontró.

Así llegó el momento en el que ya no sentía el cuerpo, sino que la piel del sofá se había integrado a la suya en una especie de mimetismo, como si ya no fuera materia sino sólo mente; como si ya no fuera sexo, sino sólo género. 

Durante ese trance, pareció darse cuenta de su adicción: -¡Claro! ¿Cómo no lo había descubierto antes?-. Se vio entrando a una habitación donde sólo había hombres sentados en sillas apáticas y grises como sus rostros, y ella, colocándose de pie frente a ellos en una especie de pódium, lo decía y lo aceptaba con voz firme y clara:

-Mi nombre es Sofía, y soy una adicta a la primavera de las relaciones amorosas-.Decía enfrente de todos y, en automático, una especie de brisa fresca le recorría el rostro, siguiendo por su cuello para terminar bañándola entera, limpiándola, purgándola, drenándola.

“Adicta a la primavera de las relaciones amorosas”. Era una frase perfecta para describirla, por fin había encontrado un concepto que la encasillara en una denominación y la hiciera pertenecer. -¿Habrá otras adictas como yo?-se preguntó, al mismo tiempo que asentía con la cabeza, como adivinando que por supuesto, que no era la única en el mundo.

El peso de Manolo (su gato), sobre ella, la trajo de vuelta a la realidad congelada del sillón de piel que ya poco servía para calentarla; se levantó a cerrar la ventana sin poder quitar de su mente el poder de su adicción. Ahora le parecía todo tan obvio, con tanto sentido.

Quiso beber algo caliente y se dirigió a la cocina, donde los platos y las tazas parecían reclamar su indiferencia. Ya no recordaba la última vez que había llegado hasta ahí por hambre o por sed, pero ése no era el caso, pues su mente estaba ocupada en otra cosa mucho más importante y trascendente: -su adicción-.

Como pudo se preparó un café, y la fuerte fragancia de granos tostados y molidos pareció haberle aclarado aún más la razón, además de calentarle el cuerpo. Su dependencia era clara ahora, y lo mejor era que la aceptaba como un buen regalo, como un vaso de agua fría en un día caluroso, como ese café caliente que sostenía en sus manos y que le daba calor.

Volvió al sofá y se sentó a deshilachar la idea: era una adicta a las relaciones nacientes, ésas que emocionan y hacen bailar mil mariposas en el estómago, para las cuales se arreglaba como una princesa de cuento esperando al príncipe azul –que casi siempre, con el paso del tiempo-, no era más que un plebeyo común y corriente, pero que ella ansiaba lindo, elegante, encantador.

Le intoxicaban los nuevos besos y las lenguas frescas sin probar; los cuerpos que ardían con temperaturas siempre desconocidas bajo ropas que clamaban ser removidas; los orgasmos a veces tímidos y discretos con algunos, y a veces salvajes y desaforados, con otros.

Ese primer roce, ese primer “te amo”, esa primera vez. Sólo vivía para eso, para sentir esa emoción una y otra vez, y permitir que las mariposas bailasen al ritmo que quisieran dentro de ella, dependiendo del caballero en turno. Una vez que esa danza acababa, que las mariposas morían y que los orgasmos se descubrían, el sopor de volver a ver a alguien que ya era viejo en la memoria y en sus células, no tenía sentido para ella. ¿Para qué repasar un camino ya recorrido?

Inmediatamente se dio cuenta de que no había remedio alguno que pudiera curarla, que estaba fatalmente destinada, y que –sabía, lo reconocía-, moriría llorando despedidas y secándose las lágrimas para ir en busca de más novedad que la hiciera sentir viva, querida, deseada…sólo una vez más.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Aniceto y Lola

Muy tarde, en el ocaso de su vida, se dio cuenta que prefirió pasar los años solo que con alguien que no compartiera su fe, sus formas, su incesante deseo de controlarlo todo. Era ya tan viejo, que no recordaba exactamente cuándo había nacido, y aunque trataba de calcularlo por el crujido de sus rodillas al caminar, nunca atinaba. Sabía que en algún lugar de aquella casona chillona de tres pisos debía estar escondido algún documento que le recordara quién era, de dónde venía, cómo se habían llamado sus padres.
Le costaba ser él mismo todos los días, como si cada año se hubiera llevado un poco de su esencia; se daba cuenta que con cada amanecer se iba perdiendo, como una bolsita de té a la que su aroma abandona al permanecer en la intemperie. A veces, mirando algún color, tropezando con un libro u observando un viejo abrigo, venían a su mente escenas de lugares llenos de luces, y se veía a sí mismo sentado en un café, en un parque, junto a un perro, junto a una mujer, dentro de una mujer.
Nunca se casó, nunca tuvo hijos. Eso era lo que al menos le decían su mente y sus recuerdos, aunque a veces dudaba tanto, que se sorprendía a sí mismo a las tres de la mañana buscando fotos, detalles, zapatitos de bebé o restos de cordón umbilical entre los baúles y cajones, no fuera la mala suerte de haber perdido también ese recuerdo. Nunca encontró nada, así que se reconfortaba pensando que estaba solo por no contar con un amor vivo que pudiera visitarlo, sería peor –devastador, creía-, saberse con un hijo ingrato que lo abandonó a su suerte y a la infertilidad de su mente.
Sus días ya no tenían horas ni segundos; no corría las cortinas de las habitaciones ni abría las ventanas, y su única referencia sobre el día y la noche eran las visitas esporádicas de Lola, su inseparable ama de llaves, cómplice, enfermera y cocinera. Ella le dejaba todo listo una vez a la semana: como podía, como le daban las fuerzas a sus 70 años. No se atrevía a abandonarlo, porque, honestamente, tampoco ella recordaba muy bien desde cuándo lo conocía, ni su primer día de trabajo en esa casa polvienta y ahora casi abandonada, que muchos ayeres atrás, lucía como de ésas mansiones de gente rica.
Aniceto, que deambulaba por la casa más como espíritu que como materia, encontraba de vez en cuando a Lola por algún pasillo, pero nunca la miraba a los ojos. Esa interacción humana le parecía ya muy poco familiar y bastante incómoda, así que reducía su trato a dejarle el dinero por su trabajo sobre la mesita del recibidor, y ocasionalmente, alguna nota con una indicación garabateada en una caligrafía sólo entendible por ella.
Pero llegó el día –el maldito día-, en que Aniceto despertó con un recuerdo claro, una imagen, una historia, un sentimiento que no lo dejó dormir las tres horas a las que se reducía su descanso. La recordaba a ella, pero no recordaba su nombre. Tenía aproximadamente 30 años, sí, menuda pero de curvas pronunciadas, cabello negro, busto pequeño y un diente chueco.
La angustia de tenerla tan viva y tan de vuelta le perturbó aún más su cansada mente. Sabía que en algún momento él la había tenido definitivamente, completamente, y saberlo sólo le alborotaba las emociones como si tuviera gas en las venas y alguien lo hubiera agitado con fuerza.
¿Por qué recordarla ahora? Más que por qué, ¿para qué? No encontraba sentido a ese juego sucio de su cabeza, que aleatoriamente la había traído de nuevo a la escena. Sí, habían salido varios meses, y habían conectado de una forma mucho más que física, porque, dicho sea de paso, nunca le dio un solo beso, ni pudo acariciar esos muslos que por debajo de la falda prometían el paraíso.
¡Habían bailado! ¡Claro que lo habían hecho! Una noche entrelazaron sus cuerpos al ritmo de un son cubano, moviendo sus caderas como si fuesen una sola, oliendo el sudor mutuo, disfrutando de esa danza sensual que prometía horas de placer, cuerpos candentes y sacudidas salvajes; horas que nunca llegaron y que fueron sólo eso: una promesa.

Ahora venía a su mente la razón: esa noche, al tenerla a centímetros de él, con el sudor sabor a sal seco en su cuerpo, listo para ser quitado con la lengua, él fue abrazado por un miedo tan irracional de amarla, que prefirió no arriesgar su estabilidad, sus maneras, su forma de vida, su corazón y su cuerpo. Le dijo que ella era “muy ordinaria” para él, muy cotidiana, y que eso no podía permitirlo en la mujer que sería su pareja; esa falta de sofisticación era imperdonable.

Ella se había quedado con los labios listos y húmedos para ser besados, los cuales cambiaron inmediatamente su forma al escucharlo, para torcerse en una mueca seca e incrédula. No creía lo que estaba escuchando, ni se veía a sí misma tan común. Se veía como una mujer deseando ser amada por un hombre, no por una divinidad hecha de prejuicios y presunciones estúpidas.

Aniceto trataba de recordar qué había pasado después, pero por más que hurgó en su memoria, no encontró nada. Pasó noches en vela tratando de traer de vuelta su nombre, buscando de nuevo en cajones, armarios y baúles un indicio que lo llevara de regreso a ella, pero no halló nada. Los días pasaban y él cada vez la tenía más viva y más lejana; se dio cuenta que la quería en su cuerpo, en su casa chillona, en sus noches de insomnio y en su tiempo de espera en la antesala de la muerte, pero ella se le negaba ahora como él se le había negado entonces, y se retiraba orgullosa, cadenciosa y ordinaria de su mente.

-¿Por qué no me quedé confundido, con la razón vagabunda y las ideas revueltas?- Se preguntaba Aniceto mientras caminaba hacia la mesita del recibidor aquel día, papel y pluma en mano para dejarle una nota a Lola, a quien siempre escribía una hora antes para no encontrarla. Comenzó a escribir inteligiblemente un mensaje sobre comida y ropa sucia cuando escuchó el ruido de la llave contra la cerradura, alterándose por completo y tratando de escribir lo más rápido posible para huir de la escena.

Era tanto su nerviosismo, que casi ni se dio cuenta cuando ella ya estaba junto a él y, en un movimiento inesperado, le tomó la mano con la que sostenía la pluma y lo obligó a levantar el rostro y mirarla.


En ese momento, él supo el nombre de aquella dama menuda y de caderas ordinarias que había conocido muchas décadas antes: se llamaba Lola y entraba a su casa siempre, todos los miércoles, a la misma hora.

lunes, 12 de agosto de 2013

Llovizna

Lo único que recuerdo de aquel día son tus ojos bajo la llovizna, y cómo tu cabello escurría lo que para mí eran gotas de miel, que hubiera secado una a una en tu cuerpo si así me lo hubieras pedido. Hoy llueve ligerito, justo como aquél día, y aunque en realidad sé que no tienes nada que ver con la delgadez y la frialdad del agua, cada vez que desde aquí, desde mi sofá y desde mi corazón veo hacia afuera, lo único que veo es a ti. ¿Tú sabes en qué momento ocurrió? Porque yo no. Y mientras cuento –absurdamente, lo sé-, las gotas pegadas a la ventana, que son como testigos de mi nostalgia por ti, fantaseo que sientes lo mismo, y que me imaginas bañada no por la llovizna, sino por tu humedad. Siempre me pareció que al verme pensabas eso. Pero tal vez sólo me lo pareció. Últimamente la cabeza juega con mis percepciones, tú disculparás. Sólo una pregunta quisiera hacerte: ¿Cómo puedes permanecer tan lejos cuando sabes que me tienes?

La Flaca Certeza de Sentirse Viva

 
El sol parece ser el mismo, y la luna, y las estrellas, y el mar también. ¿Por qué si todo parece idéntico yo me siento tan desigual, tan extraña, tan otra persona? El día de mi boda sí que estaba normal: me sentía no eufórica, pero sí feliz; no hermosa, pero sí flaca; no enamorada, pero sí convencida. Y claro, eso es justo lo que me pasa ahora: que no estoy convencida. De repente la certeza fue un beso que alguien me dio y olvidé de quién fue y a qué sabía su saliva. Ahora no tengo certeza de nada: ni de quién soy, ni de a quién amo y, a veces, también dudo del sol.

No recuerdo si estaba enamorada, y lo peor de no recordarlo es que se me olvide el sentimiento por sí mismo; es decir, cuando una olvida si lo que siente es amor, odio, enojo o tristeza… ¿cómo va a poder identificarlo la próxima vez que aparezca? ¿Cómo he de brincar de alegría o de pasión si ya se me olvidó lo que se siente? Sería una verdadera desgracia confundir el amor con odio; o la alegría con depresión; o la emoción con el desgano.

Cuando lo miro y me ve con sus ojos grandotes como platos, y logro observarme dentro de su pupila, como si ya fuera suya desde siempre y viviera ahí dentro, a veces siento que un sentimiento bonito me invade, y quiero nombrarlo amor. Él me protege, vivo en sus adentros como un pajarillo que se sabe arropado por la jaula, alimentado diario, absolutamente confiado.

Otras veces, el sentimiento muta a tal extremo, que me invade como fuego y siento que la ira me explota en la garganta. Y entonces se me ocurre nombrarlo odio. Odio por mantenerme enjaulada, por enseñarme el mundo desde una decena de barrotes, por no dejarme volar.

La pregunta sería si quiero volar. Cuando apareció Esteban sí que me daban ganas. Quería abrirle mis alas, que viera mi plumaje, cantar para él. Pero, ¿cómo volar si el otro me tiene dentro de sus ojos, metida en la jaula, clavada en los barrotes? Y a la vez ese encierro me hace sentir adorada, como si de verme en su mirada dependiera toda la certeza de sentirme viva; como si comer de su mano fuera una inyección de espíritu directo a mi cuerpo debilucho, pálido.


Como no sé qué hacer exactamente, me sentaré a esperar sentir algo o al menos, poder identificarlo. Creo que cuando pueda hacerlo, tendré la certeza de que vivir es algo más, aunque no sé qué, aunque ahora no lo quiera averiguar. Quisiera que me dejara volar, pero dejándome la puerta de la jaula abierta… ¿Querrá?..¿Podré?