Sentada al borde del sofá, repasaba en su mente las últimas palabras de él, ésas, las de la despedida, las de siempre. Nuevamente el pesar de reinventarse a sí misma le lastimaba los huesos y el corazón. –Ya no tengo fuerzas para eso, ya no tengo fuerzas pa´nada-, se dijo a sí misma mientras se tiraba ahora cual trapo mal puesto en el sillón de piel.
El gélido viento se colaba por la ventana semiabierta, y mecía la cortina de la habitación haciendo un ruidito chillón que a Sofía le molestaba, pero era tanto el fastidio de pensar en levantarse a cerrarla, que prefirió quedarse absorta y enroscada, lamentándose –otra vez, la enésima vez-la pérdida.
-¿Cuántas veces tengo que pasar por esto?- Se reclamó a sí misma, mientras pasaba la lengua por sus labios tratando de encontrar aún la saliva de él, la cual ya no encontró.
Así llegó el momento en el que ya no sentía el cuerpo, sino que la piel del sofá se había integrado a la suya en una especie de mimetismo, como si ya no fuera materia sino sólo mente; como si ya no fuera sexo, sino sólo género.
Durante ese trance, pareció darse cuenta de su adicción: -¡Claro! ¿Cómo no lo había descubierto antes?-. Se vio entrando a una habitación donde sólo había hombres sentados en sillas apáticas y grises como sus rostros, y ella, colocándose de pie frente a ellos en una especie de pódium, lo decía y lo aceptaba con voz firme y clara:
-Mi nombre es Sofía, y soy una adicta a la primavera de las relaciones amorosas-.Decía enfrente de todos y, en automático, una especie de brisa fresca le recorría el rostro, siguiendo por su cuello para terminar bañándola entera, limpiándola, purgándola, drenándola.
“Adicta a la primavera de las relaciones amorosas”. Era una frase perfecta para describirla, por fin había encontrado un concepto que la encasillara en una denominación y la hiciera pertenecer. -¿Habrá otras adictas como yo?-se preguntó, al mismo tiempo que asentía con la cabeza, como adivinando que por supuesto, que no era la única en el mundo.
El peso de Manolo (su gato), sobre ella, la trajo de vuelta a la realidad congelada del sillón de piel que ya poco servía para calentarla; se levantó a cerrar la ventana sin poder quitar de su mente el poder de su adicción. Ahora le parecía todo tan obvio, con tanto sentido.
Quiso beber algo caliente y se dirigió a la cocina, donde los platos y las tazas parecían reclamar su indiferencia. Ya no recordaba la última vez que había llegado hasta ahí por hambre o por sed, pero ése no era el caso, pues su mente estaba ocupada en otra cosa mucho más importante y trascendente: -su adicción-.
Como pudo se preparó un café, y la fuerte fragancia de granos tostados y molidos pareció haberle aclarado aún más la razón, además de calentarle el cuerpo. Su dependencia era clara ahora, y lo mejor era que la aceptaba como un buen regalo, como un vaso de agua fría en un día caluroso, como ese café caliente que sostenía en sus manos y que le daba calor.
Volvió al sofá y se sentó a deshilachar la idea: era una adicta a las relaciones nacientes, ésas que emocionan y hacen bailar mil mariposas en el estómago, para las cuales se arreglaba como una princesa de cuento esperando al príncipe azul –que casi siempre, con el paso del tiempo-, no era más que un plebeyo común y corriente, pero que ella ansiaba lindo, elegante, encantador.
Le intoxicaban los nuevos besos y las lenguas frescas sin probar; los cuerpos que ardían con temperaturas siempre desconocidas bajo ropas que clamaban ser removidas; los orgasmos a veces tímidos y discretos con algunos, y a veces salvajes y desaforados, con otros.
Ese primer roce, ese primer “te amo”, esa primera vez. Sólo vivía para eso, para sentir esa emoción una y otra vez, y permitir que las mariposas bailasen al ritmo que quisieran dentro de ella, dependiendo del caballero en turno. Una vez que esa danza acababa, que las mariposas morían y que los orgasmos se descubrían, el sopor de volver a ver a alguien que ya era viejo en la memoria y en sus células, no tenía sentido para ella. ¿Para qué repasar un camino ya recorrido?
Inmediatamente se dio cuenta de que no había remedio alguno que pudiera curarla, que estaba fatalmente destinada, y que –sabía, lo reconocía-, moriría llorando despedidas y secándose las lágrimas para ir en busca de más novedad que la hiciera sentir viva, querida, deseada…sólo una vez más.
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