Muy tarde, en el ocaso
de su vida, se dio cuenta que prefirió pasar los años solo que con alguien que
no compartiera su fe, sus formas, su incesante deseo de controlarlo todo. Era
ya tan viejo, que no recordaba exactamente cuándo había nacido, y aunque trataba
de calcularlo por el crujido de sus rodillas al caminar, nunca atinaba. Sabía
que en algún lugar de aquella casona chillona de tres pisos debía estar
escondido algún documento que le recordara quién era, de dónde venía, cómo se
habían llamado sus padres.
Le
costaba ser él mismo todos los días, como si cada año se hubiera llevado un
poco de su esencia; se daba cuenta que con cada amanecer se iba perdiendo, como
una bolsita de té a la que su aroma abandona al permanecer en la intemperie. A
veces, mirando algún color, tropezando con un libro u observando un viejo
abrigo, venían a su mente escenas de lugares llenos de luces, y se veía a sí
mismo sentado en un café, en un parque, junto a un perro, junto a una mujer,
dentro de una mujer.
Nunca
se casó, nunca tuvo hijos. Eso era lo que al menos le decían su mente y sus
recuerdos, aunque a veces dudaba tanto, que se sorprendía a sí mismo a las tres
de la mañana buscando fotos, detalles, zapatitos de bebé o restos de cordón
umbilical entre los baúles y cajones, no fuera la mala suerte de haber perdido
también ese recuerdo. Nunca encontró nada, así que se reconfortaba pensando que
estaba solo por no contar con un amor vivo que pudiera visitarlo, sería peor
–devastador, creía-, saberse con un hijo ingrato que lo abandonó a su suerte y
a la infertilidad de su mente.
Sus
días ya no tenían horas ni segundos; no corría las cortinas de las habitaciones
ni abría las ventanas, y su única referencia sobre el día y la noche eran las
visitas esporádicas de Lola, su inseparable ama de llaves, cómplice, enfermera
y cocinera. Ella le dejaba todo listo una vez a la semana: como podía, como le
daban las fuerzas a sus 70 años. No se atrevía a abandonarlo, porque,
honestamente, tampoco ella recordaba muy bien desde cuándo lo conocía, ni su
primer día de trabajo en esa casa polvienta y ahora casi abandonada, que muchos
ayeres atrás, lucía como de ésas mansiones de gente rica.
Aniceto,
que deambulaba por la casa más como espíritu que como materia, encontraba de
vez en cuando a Lola por algún pasillo, pero nunca la miraba a los ojos. Esa
interacción humana le parecía ya muy poco familiar y bastante incómoda, así que
reducía su trato a dejarle el dinero por su trabajo sobre la mesita del
recibidor, y ocasionalmente, alguna nota con una indicación garabateada en una
caligrafía sólo entendible por ella.
Pero
llegó el día –el maldito día-, en que Aniceto despertó con un recuerdo claro, una
imagen, una historia, un sentimiento que no lo dejó dormir las tres horas a las
que se reducía su descanso. La recordaba a ella, pero no recordaba su nombre.
Tenía aproximadamente 30 años, sí, menuda pero de curvas pronunciadas, cabello
negro, busto pequeño y un diente chueco.
La
angustia de tenerla tan viva y tan de vuelta le perturbó aún más su cansada
mente. Sabía que en algún momento él la había tenido definitivamente,
completamente, y saberlo sólo le alborotaba las emociones como si tuviera gas
en las venas y alguien lo hubiera agitado con fuerza.
¿Por
qué recordarla ahora? Más que por qué, ¿para qué? No encontraba sentido a ese
juego sucio de su cabeza, que aleatoriamente la había traído de nuevo a la
escena. Sí, habían salido varios meses, y habían conectado de una forma mucho
más que física, porque, dicho sea de paso, nunca le dio un solo beso, ni pudo
acariciar esos muslos que por debajo de la falda prometían el paraíso.
¡Habían bailado! ¡Claro
que lo habían hecho! Una noche entrelazaron sus cuerpos al ritmo de un son
cubano, moviendo sus caderas como si fuesen una sola, oliendo el sudor mutuo,
disfrutando de esa danza sensual que prometía horas de placer, cuerpos
candentes y sacudidas salvajes; horas que nunca llegaron y que fueron sólo eso:
una promesa.
Ahora venía a su mente
la razón: esa noche, al tenerla a centímetros de él, con el sudor sabor a sal
seco en su cuerpo, listo para ser quitado con la lengua, él fue abrazado por un
miedo tan irracional de amarla, que prefirió no arriesgar su estabilidad, sus
maneras, su forma de vida, su corazón y su cuerpo. Le dijo que ella era “muy ordinaria”
para él, muy cotidiana, y que eso no podía permitirlo en la mujer que sería su
pareja; esa falta de sofisticación era imperdonable.
Ella se había quedado
con los labios listos y húmedos para ser besados, los cuales cambiaron
inmediatamente su forma al escucharlo, para torcerse en una mueca seca e
incrédula. No creía lo que estaba escuchando, ni se veía a sí misma tan común.
Se veía como una mujer deseando ser amada por un hombre, no por una divinidad hecha
de prejuicios y presunciones estúpidas.
Aniceto trataba de
recordar qué había pasado después, pero por más que hurgó en su memoria, no
encontró nada. Pasó noches en vela tratando de traer de vuelta su nombre, buscando
de nuevo en cajones, armarios y baúles un indicio que lo llevara de regreso a
ella, pero no halló nada. Los días pasaban y él cada vez la tenía más viva y
más lejana; se dio cuenta que la quería en su cuerpo, en su casa chillona, en
sus noches de insomnio y en su tiempo de espera en la antesala de la muerte,
pero ella se le negaba ahora como él se le había negado entonces, y se retiraba
orgullosa, cadenciosa y ordinaria de su mente.
-¿Por qué no me quedé
confundido, con la razón vagabunda y las ideas revueltas?- Se preguntaba
Aniceto mientras caminaba hacia la mesita del recibidor aquel día, papel y
pluma en mano para dejarle una nota a Lola, a quien siempre escribía una hora
antes para no encontrarla. Comenzó a escribir inteligiblemente un mensaje sobre
comida y ropa sucia cuando escuchó el ruido de la llave contra la cerradura,
alterándose por completo y tratando de escribir lo más rápido posible para huir
de la escena.
Era tanto su
nerviosismo, que casi ni se dio cuenta cuando ella ya estaba junto a él y, en
un movimiento inesperado, le tomó la mano con la que sostenía la pluma y lo
obligó a levantar el rostro y mirarla.
En ese momento, él supo
el nombre de aquella dama menuda y de caderas ordinarias que había conocido
muchas décadas antes: se llamaba Lola y entraba a su casa siempre, todos los
miércoles, a la misma hora.
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